miércoles, 24 de octubre de 2007

Instantáneas (Calle 155)

Uno. La noche se agita como la suiza de un boxeador.

Dos. En las gradas de la iglesia los Chorbis invitan a su ángel de la guarda al Bazuco, a la pacha.

Tres. El travestido, ahora pelirrojo, se sienta en una banquita del parque, saca de su cartera el espejo; define sus labios y ahora son rojos como una capota de torero.

Cuatro. La Viagra y la vacuna contra la gripe tienen un 20% de descuento en la farmacia, pero ese adulto mayor viene solo por Famotidina.

Cinco. En el Palacio Municipal, mientras parte del Consejo bosteza en la sillita del pueblo, le explican a una funcionaria que el rock también puede ser cultura, aunque sus oídos, definiblemente incapaces, aclarativamente analfabetos, no hacen otra cosa que escuchar el vals de la ignorancia. (Las disculpas del caso a Morrison, Mercury, Lennon, Cat Stevens, Capmany, Kiss, Viet Com, Pink Floyd U2, etc.)

Seis. De las tres, una llevaba enagua. Entre taxistas, chanceros y varios lobos transeúntes soplaron y soplaron. Pero por la acera no hubo calzones, ni cuento, ni nada.

Siete. Frente a Pachi’s, el niño de las melcochas espera a su padre alcohólico. Mientras, ve pasar su infancia en unas monedas que no le pertenecen.

Ocho. Un perro mueve la cola en el mostrador de Pollos Pío Pío. Entre patadas y rechazos encuentra un hueso en la acera. Y no hay nada de extraordinario en esto, como tampoco en el corazón dibujado sobre el vidrio empañado de un autobús que pasa.

Nueve. ¿A quién se le ocurre virar a la izquierda en la licorera Malex? Que lo diga el conductor con una Pilsen en la mano, el policía de tránsito evadiendo el soborno, la moto sin marchamo arrugada en el asfalto.

Diez. La noche se agita como las piernas de un mal boxeador. Juraría que es Noche Buena, si fuera un villancico y no la cumbia de Jikiros el ritmo que duerme al borracho en el caño.

miércoles, 3 de octubre de 2007

Regresión

Es una mañana de un año que no recuerdo. Desde mi cama, siento el calor de la cocina de leña, la tos de mi abuela soplando los tizones atraviesa las paredes de esta casa vieja. Con la ayuda del radio de transistores, mi abuelo tararea a Agustín Lara, pasa frente a mí con ese paso de tren con asma a punto de descarrilarse, recoge el pan que amanecía, militarmente, colgado a un clavo de la puerta del corredor todas las mañanas, vuelve a pasar frente a mí, me doy cuenta de que en la otra mano lleva la bacinilla, mi regalo antagónico para un día del padre. Miro hacia el cielo raso, el miedo de derrumbe no existía en este tiempo, sólo un poco de comején y los fósiles de algunos zancudos crucificados con la sandalia de mi madre. Todavía se percibía en el cuarto su perfume, su olor a talco, todavía estaba tibio su lado de la cama, porque dormir con mi madre no era cuestión de vanidad de hijo único, digamos mejor, por problemas de hacinamiento. Seguramente, al partir, me dio un beso en la frente, salió de la casa, rumbo al trabajo, pensando en sus ojeras y mi tarea de religión (San Francisco de Asís); seguramente pasó a la pulpería Gran Chaparral y pagó la deuda de la melcocha (siempre sin premio), del betún de mi abuelo, de la mortadela con gordo, de la cena anterior. Siempre fue un arma de doble filo pedir fiado en el Gran Chaparral, que lo diga aquella niñez con tendencia a la obesidad.

Sigo en el letargo de la cama. Debe de ser sábado. El vecino lava su Datsun 120 con Jhonny Ventura como banda sonora, el escándalo se esparce por todo este barrio, barrio bajo con proyección a clase media. Me gusta Lily, pienso, la hija del dueño del Datsun, aunque coma mocos, aunque regaló mi papalote, aunque colecciona cabezones, aunque, hasta la fecha, no me dé pelota, me gusta Lily. Abro la cortina que da a la calle y, tras la ventana, miro a toda esa familia enjabonando a ese dinosaurio destartalado, envidia de los vecinos. Lily anda en short y una camisa de My Lilltle Pony heredada de su hermana que, pronto hará la primera comunión (ella no comía mocos pero no era Lily) y antes que se le suelte una de las colas, se mete un dedo a la nariz, se lo saca y se traga un moco, me gusta Lily, cierro la cortina.

Enciendo la tele por pura inercia de mis limitaciones pensativas. Sí, debe de ser sábado. Antes de que la imagen a blanco y negro aparezca, la música de Recreo Grande empieza a sonar. Tía Flory nunca me infló tan siquiera un globo de imaginación, ¿por qué ves esas pendejadas?, dijo mi abuelo, no supe qué decir y empecé a comerme las uñas, primero la del meñique, luego la del pulgar, ¿por qué putas te comes las uñas?, me vuelve a preguntar. Al tiempo, comprendí que mi abuelo siempre fue un hombre de preguntas y no de respuestas, un hombre para recibir abrazos y no para inventarlos. Vuelvo a la tele: Tía Flory y su varita mágica, su voz más que impostada, fingida. Imagino a la Tía Flory luchando en Glow, dándose de panzazos con Matilde la Grande, o de sillazos con la Española Roja, o ligándose al Hombre Selvático mientras llega mi abuela al cuarto diciendo que el desayuno está listo. Apago la tele decepcionado de la Tía Flory.

No quiero moverme de la cama. Tengo costras del partido de ayer en una pierna y no anoté. Regresa mi abuelo aún con la bacinilla en la mano, -estás muy huevón pa estar durmiendo todavía, levántate, la vieja ya hizo el desayuno-. Sin uñas, pero con costras, me siento a la mesa. Mi abuela maldice a Ringa, la perra, en un idioma ajeno para mi edad, mi abuelo reza frente al gallo pinto, dando gracias a un ser que nunca nos ha guiñado el ojo, el calor de la cocina de leña sonroja a mi abuela o eso quiero creer. Comemos en silencio, como buscando un adjetivo para sobrevivir al día, -El amor no se compra ni se vende- canta Memo Morales en la radio. Desde el comedor, escucho la risa de Lily y ahora soy yo quien se sonroja.

Es una mañana de un año que verdaderamente no recuerdo. Una mañana hace más de dos décadas, en una casa vieja sostenida por los recuerdos , como hoy.